Sobre las calles de neón iluminadas,
cuerpos diversos se desplazan. Un ser humano particular, llámese como se
quiera, se detiene en una esquina cualquiera; levanta la mirada, contempla en
el fondo de los rascacielos la huella de luz de una recién nacida luna
creciente y habla con la luna o consigo mismo algunas palabras ininteligibles.
Camina unos pocos pasos, abre un portón verde. Saluda con un gesto de
agradecimiento al portero y afirma tenso el ritmo de sus pasos. Toma el umbral
del tercer piso; abre una puerta, la cierra; abre otra, igual. Sigue adelante y,
antes de abrir la tercera puerta, se detiene, acerca el oído. Se devuelve.
Camina más rápido. Baja corriendo las escaleras y no mira al portero al salir.
Ni siquiera alcanza a sentir el frío del picaporte metálico del portón verde de
madera que cierra con toda la fuerza de la velocidad de sus pasos. Los transeúntes
fijan de inmediato su atención en el ruido exagerado que causó en la acción de
cerrar el portón: las miradas coinciden en la expresión de desagrado. Entonces
corre hacia la izquierda, hacia el Sur, corre acelerando más y más los pasos,
cruza la calle y dobla hacia el Occidente, para escapar por fin del yugo de las
miradas. Los transeúntes vuelven la atención cada cual a sus asuntos y el
portón verde cae, y se hace trizas al chocarse contra el suelo.
Óscar Enrique Alfonso
Febrero de 2000
Febrero de 2000
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