jueves, 7 de julio de 2016

El deseo de regresar

Aún siguen siendo las mismas calles con sus mismos fantasmas. Los mismos desniveles en las vías conservan idénticos charcos. Las motos al pasar sacuden el polvo de la avenida. La permanencia minimalista de las fachadas me hace dudar de la existencia del tiempo. ¿No sabe la vida que la andamos viviendo? Yo tampoco logro comprenderla.

Empezaba a descender el sol, cuando la vi aparecer. Era una madre triste. Nadie sabe qué tan familiar me es su tristeza. Ella no ha visto morir a un hijo; ha enterrado a dos. Ella, la hija, se fue primero; así conocí el aroma triste y lúgubre de las coronas de flores. Imaginé, entre sombras, el recuerdo de su mirada. Luego un sonido, de esa casa de madre de dos vivas, una muerta y un muerto, una voz limpia atravesó mi memoria hasta acercarme a los tiempos perdidos.

En ocasiones quisiera verla de nuevo, viva, intacta, dispuesta a la danza alegre, a la sonrisa, al beso. Pero es una imagen que escapó violenta de mi realidad; y en mi imaginación se aleja llorosa, destrozada, sin la menor posibilidad de salvarse. Recuerdo que era bella porque participó en un concurso; pero ya no alcanzo a reconstruir su imagen concreta. Recuerdo que años más tarde conocí a una que se parecía a ella; alguna vez trastoqué sus nombres en mi pensamiento; dejé de verla desde ese día.

En el círculo infernal en el que la imagino, es la menor de todas las almas y la menos afortunada. Ahora que la pienso, me abruma una larga serie de recuerdos lejanos. Así concluía mi infancia en aquellas calles polvorientas de fachadas minimalistas. Éramos tan jóvenes; apenas si nuestras conciencias se esforzaban por despertar. Quiero inscribir en la memoria que ahora figuro de sus ojos azul zafiro, uno a uno, todos los lejanos cielos de aquella madrugada remota. “¡Mi hija! ¡Mi hija! ¿Qué me le pasó a mi niñita?”, gritaba, entonces, aquella madre que hoy, al verme, me concedió su santa bendición.

Seguí pedaleando. Esperando que llegara la hora de seguir con las labores previstas en la agenda. Sentía que estas letras empezaban a tomar forma en mi cuerpo. La luz de la tarde retornaba. En Bogotá son posibles esos días en los que el tiempo cambia varias veces durante una misma hora. En la esquina del parque, volví a ver la estatua de la Virgen; a media cuadra, la casa del asesino. Buscando seguir mi camino, pocos metros más adelante, la nieta de la jefa de la banda dio un paso atrás para hacerme espacio. Le agradecí e imprimí algo más de fuerza a los pedales.

He regresado, y he vuelto a verla de frente; identifico ahora su lugar primordial entre todos los seres que me son más queridos. Extrañamente, como dijo Pavese, aun así, no logro entenderla.

Óscar Enrique Alfonso
Bogotá, 6 de julio de 2016

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