Aún siguen siendo las mismas calles
con sus mismos fantasmas. Los mismos desniveles en las vías conservan
idénticos charcos. Las motos al pasar sacuden el polvo de la avenida. La
permanencia minimalista de las fachadas me hace dudar de la existencia del
tiempo. ¿No sabe la vida que la andamos viviendo? Yo tampoco logro
comprenderla.
Empezaba a descender el sol, cuando
la vi aparecer. Era una madre triste. Nadie sabe qué tan familiar me es su
tristeza. Ella no ha visto morir a un hijo; ha enterrado a dos. Ella, la hija,
se fue primero; así conocí el aroma triste y lúgubre de las coronas de flores. Imaginé,
entre sombras, el recuerdo de su mirada. Luego un sonido, de esa casa de madre
de dos vivas, una muerta y un muerto, una voz limpia atravesó mi memoria hasta
acercarme a los tiempos perdidos.
En ocasiones quisiera verla de nuevo,
viva, intacta, dispuesta a la danza alegre, a la sonrisa, al beso. Pero es una
imagen que escapó violenta de mi realidad; y en mi imaginación se aleja
llorosa, destrozada, sin la menor posibilidad de salvarse. Recuerdo que era
bella porque participó en un concurso; pero ya no alcanzo a reconstruir su
imagen concreta. Recuerdo que años más tarde conocí a una que se parecía a ella;
alguna vez trastoqué sus nombres en mi pensamiento; dejé de verla desde ese día.
En el círculo infernal en el que la
imagino, es la menor de todas las almas y la menos afortunada. Ahora que la pienso,
me abruma una larga serie de recuerdos lejanos. Así concluía mi infancia en
aquellas calles polvorientas de fachadas minimalistas. Éramos tan jóvenes; apenas
si nuestras conciencias se esforzaban por despertar. Quiero inscribir en la
memoria que ahora figuro de sus ojos azul zafiro, uno a uno, todos los lejanos cielos
de aquella madrugada remota. “¡Mi hija! ¡Mi hija! ¿Qué me le pasó a mi niñita?”,
gritaba, entonces, aquella madre que hoy, al verme, me concedió su santa bendición.
Seguí pedaleando. Esperando que
llegara la hora de seguir con las labores previstas en la agenda. Sentía que
estas letras empezaban a tomar forma en mi cuerpo. La luz de la tarde
retornaba. En Bogotá son posibles esos días en los que el tiempo cambia varias
veces durante una misma hora. En la esquina del parque, volví a ver la estatua
de la Virgen; a media cuadra, la casa del asesino. Buscando seguir mi camino,
pocos metros más adelante, la nieta de la jefa de la banda dio un paso atrás
para hacerme espacio. Le agradecí e imprimí algo más de fuerza a los pedales.
He regresado, y he vuelto a verla de
frente; identifico ahora su lugar primordial entre todos los seres que me son
más queridos. Extrañamente, como dijo Pavese, aun así, no logro entenderla.
Óscar Enrique Alfonso
Bogotá, 6 de julio de 2016
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