Ella despertó con cierta inquietud en el
pecho. La mañana era fría y aunque necesitaba estar activa temprano en la
mañana, no pudo resistir las ganas de seguir durmiendo; al poco tiempo soñaba.
Él la miraba desde la cornisa silenciosa
de un edificio de colores y ella sentía esa mirada clavada en sus caderas. No
sabía si lo disfrutaba o le despertaba temor. Sabía que era un sueño porque en
la realidad ese mismo edificio no tenía colores. Entonces trataba de descifrar
la razón de haberlo creado a él sobre la cornisa de aquel edificio. Ella sabía
que él la amaba; recordaba el instante en que ese sentimiento se había sembrado
en su fértil corazón salvaje, inexplorado, ignorado por las conquistadoras del
mundo. Giró su cuerpo y sus oníricos pensamientos al doblar la esquina.
Ahora lo inventó al otro extremo de la
calle; algo más de 300
metros al sur. Se preguntaba si los puntos cardinales de
la ciudad en sus sueños eran equivalentes a los de la ciudad real. De cualquier
modo, estaba segura de que los ojos de él eran idénticos aunque no miraran ya
sus caderas. “No importa lo que sus ojos miren”, se decía a sí misma entre lo
que pensaba en sus sueños, “todo lo que su corazón ve lo ve según la fuerza de
mis caderas”. Él la presintió a lo lejos, se quitó el sombrero, sacó las gafas
y las puso frente a sus ojos, sobre su nariz. Frunció el ceño para concentrar
su mirada en las huellas que ella iba dejando en el polvo, sobre el asfalto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario