A
Edna Perilla
Lo lamentable
Nunca la logro con las evaluaciones: como que algo en mí sigue
pensando que llegará la afortunada entrevista en que, por lo mismo que sale mal,
me llaman para volverlo a intentar. Es cierto, el tiempo vale oro; pero mi
trabajo también. Deberían llamarme de nuevo; invitarme una cerveza para
conversar esos temas a los que respondí como si no entendiera de lo que me
estaban hablando. Volver a tomar mi currículo recién impreso, echarle una
mirada, imaginar la sorpresa del llamado insistente: “no nos convenció su
entrevista, pero hubiéramos querido… ¿No le gustaría… repetirla?, ¿qué dice?”
Al llegar a casa, entro a la cocina, me sirvo un vaso de jugo y
empiezo a caer en cuenta; a concatenar los detalles… “Ah, por eso me preguntó
esto, en aquel momento; por esto me miró así, después de…; por eso, justo
después que dije esto, ella trató de orientarme hacia allá…”. Empiezo a pensar
en los conceptos clave del oficio para el que me hubieran contratado…
Reviso en internet; “cuántas cosas hubiese aprendido…” “Qué
terrible”, pienso antes de sentarme a ver la televisión para no pensar en las
idioteces que dije; más las que se deducen de las que dije. Entonces considero
la posibilidad de haber sido amigo de la mujer que me entrevistaba; su perfume,
su inteligencia deslumbrante y preciosa…
Ya mientras veo la televisión concluyo: “todo esto, una vez más,
se parece a la muerte”.
El agotamiento
Más por inercia, el cuerpo sigue adelante con sus rutinas. El
corazón deambula sigiloso. Cualquier mínimo exceso podría ser el último. No es
que la batería esté agotada; por el contrario, cualquier sobrecarga eléctrica
podría reventar los hilos de cobre que conectan el foco sanguíneo con el panel
de control.
Se diría que a la hora del ocaso el cuerpo quedó desprovisto de
neurona; pero no. Va dejando de ser cuerpo; de ser espíritu. Mero aparato, despojado
de memoria, incapaz de cualquier oficio autónomo. Inútil. Vacío. Acaso obsoleto.
Corazón y cerebro andan porque huesos y carne siguen impulsados bajo
el mandato que precisa la primera ley de Newton. En la oscuridad, la memoria es
sueño y el amor olvido.
La culpabilidad
Uno nunca logra conjurar sus demonios. Aunque crea conocerlos,
lo que conoce no es nada. El verdadero demonio está agazapado de uno, a la vista
del otro y de la otra y de todos los demás. Nunca debí creer que reconocía a
ese demonio, cuando me entró la ilusión de que se podría ser mejor ser humano, mejor
ciudadano, mejor hombre. Como si fuera posible…
Me gustaba creer en mis buenas intenciones –meditando con los
ojos cerrados, los oídos apagados, la piel desconectada, respirando lento, y el
corazón encantado. Me destapo una cerveza. Trato de dejar de pensar en este
poema. Pensar en mis momentos gloriosos, cuando aún tenía amigos y una mujer
decía amarme. También yo hubiera jurado que la amaba; hubiese defendido con la
vida esa certeza.
La lluvia danza sobre el asfalto y hace música sobre mi
paraguas. Me detengo, avanzo, camino despacio, más despacio. Recuerdo, cuando
era un niño. Corría veloz, amaba la caricia de la lluvia; brincaba sobre los
charcos escuchando la sinfonía de las ranas.
No hay más vidas
Cuántos años diseñando un plan para la vida, ¿y si sólo es un
sueño?, ¿y si aún sigo sin conseguir despertar? Tal vez entonces me encuentre
en un tiempo que es por completo ajeno a todas estas señales. Quizás en
realidad vivo siendo todo eso que en esta pesadilla me esfuerzo por llegar a
ser y no alcanzo. Quizás soy uno de esos pedantes que tanto odio; uno de esos
que denigran de la poesía, uno de esos que consideran que vivir para la
escritura es cosa de románticos. Aquí uno no recuerda lo que uno es; de ahí la
melancolía insólita que nos mueve a tratar de ser como no somos. Quizás lo que
uno percibe como el motor de la historia, no sea otra cosa más que la necesidad
de despertar para así reconocerse eterno, fulgurante, como todo lo otro.
Curaduría de imágenes mentales
Después de todas estas horas de pensar en la aparente
oportunidad perdida, me levanto del pc y me digo que quisiera poder rendirme:
jamás lograré comprender realmente qué soy. La clásica consigna, conócete a ti
mismo, me resulta kafkiana; entre más me conozco, más certeza alcanzo sobre
cuánto ignoro de mí. Todos esos momentos en los que actúo de una manera que me
resulta tan ajena a lo que creo de mí mismo, definen de hecho la verdad de mi
ser. Entonces me revelo traidor de mí mismo. Hastiado, superfluo, me desnudo,
entro a la ducha y, mientras me pongo el champú, intento pescar algún
pensamiento de entre ese océano turbio que se agita allá, a la vista de mis
ojos cerrados: “¡No ser! Ahí tienes, Hamlet, mi solución a tu exasperante
acertijo”.
“¡Grandioso!”, reacciona mi editora; “¡Esto es realismo! Muy
emocionante…”.
Óscar Enrique Alfonso
Abril de 2016
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