martes, 19 de abril de 2016

TRES POEMAS

Náufraga

Recuerdo que encallaste en la arena,
Intacta; sin siquiera un cabello quebrado.

Ellos te veían y no podían notarlo; no te alimentabas,
Ni dormías. Te creían inmortal. Pero tú conservabas tus ojos
Cerrados. No respirabas; tu corazón permanecía inmóvil.

La gente vino hacia ti; te llevaron con ellos. Desnuda,
Te sumergieron en el agua del mar.
Limpiaron tus piernas heridas, tu pecho cortado.

Inventaron que en la batalla te habían arrancado la voz.
Que habías huido de casa. Que inflaste de aire tu corazón
Y te entregaste al océano. Nadie quería dejarte ir.

Inútilmente, se esforzaban por abrir tus ojos. Desafiantes
Cuchillos habitaban tu vientre. Saltaban, como peces,
Agujas y clavos. Pero nunca llegó la voz que esperabas.

Recuerdo que todos siguieron con sus vidas, como si
Nada fuese aquella noche en que la risa se reveló llanto.

Cada día intenté restaurar el aliento en tus pulmones
Pero estabas tan llena de arena…
Intenté tantas veces que dejaras tu peso en la hoja.

Tú solo querías morir. Cada deseo, cada gota de tinta
Sobre el papel… Era tu sangre necia que se negaba a vivir.
Solo en mis sueños, un día, te vi abrir los ojos.

El universo entero se abrió a mi ilusión.
Noche estrellada.
En un desierto infinito.


Como quien encuentra un viejo álbum de retratos en sepia

Lanza uno su mirada al pasado distante. Ahí estás…
Del otro lado del tiempo. En aquel mundo que no es este.

Hacía frío. Se nota. En esa imagen, tu mirada parece de nieve.
Y de los árboles, las hojas verdes, gruesas, parecen plateadas.

Recuerdo que al verte decidí escalar tu tristeza.
Llegar a la cima y lanzarme al firmamento. Sentí vértigo.

Me encomendé a mis rodillas y eché a andar.
El mundo era blanco y puro, lleno de afilados desfiladeros.

Así fue la noche que conocí tus ojos; el aire frío cortaba mi frente.

La ciudad, saturada de rumores y cuerpos y fantasmas
Estaba adornada de humaredas incontables, de chimeneas inútiles.

Te acompañé a tu casa. Ya entonces empezaste a abandonarme.
Mientras caminaba, de regreso a casa, vi a un hombre morir.

Los árboles consternados por la suerte de los ingenuos
Lloraban aquella muerte. Un alud se precipitó en mi alma.

Las orquídeas bogotanas dormían su blanco silencio.
Me senté a llorar del frío, con mis labios congelados.

Todo en ese lugar me pedía que huyera; sin mirar atrás.



Tú, la ciudad, la soledad
Esta calle está condenada a la memoria de tus pasos.
Por esta otra puedo andar vendado, y seguir tu perfume.
La gente que anda, a juicio de mi ilusión, no existe.

De aquella mujer acaso alcanzo a ver un gesto de tu mano.

Esta casa, aquel edificio, aquella ventana; ¿dónde estás?
Todo este cementerio, todos estos fantasmas; no puedo encontrarte.
El cielo huele a tu ausencia. En esa banca no estás sentada.

Todos ellos deambulan ajenos a esta ciudad. En sus guías turísticas
Repasan las oraciones cotidianas. Unos a otros se miran mudos

Recitan sus libretos y siguen sus cursos.


Óscar Alfonso
Enero de 2016

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